
La estancia es una vieja galería orientada al oeste, con amplia cristalera que permite ver los tiestos de flores que se apiñan en el corral. En el exterior la noche se somete a un cielo estrellado que hoy anuncia otra helada de esas que, como dicen mis padres, ya nada tiene que ver con las de antes. Dentro estamos confortables, en torno a una estufa de leña donde hoy se alumbran viejos recuerdos.
Quizá esta paleta sugerentemente invernal y el resuello de la lumbre reverberando su danza en el cristal de la estufa, sea la razón por la que a mi padre le haya dado por contar historias. Hasta que coge fuerza en el discurso, mi madre le precisa y le arma mínimamente los recuerdos que al principio salen un poco densos; pero finalmente vívidos, afinados y enardecidos por la pasión y el sentimiento. El caso es que entresacando los pasajes que rememora, hay uno en el que se viene arriba, se remueve inquieto en el taburete, envalentona el gesto y la mirada y empieza a apretar las manos aún encallecidas; como si quisiera empujar sesenta años después. Como si fruto de ese esfuerzo contribuyese a vencer la dificultad que evoca, tratando de blindar el arrojo de aquellos hombres que son ellos mismos.
Cuenta que por estas fechas ya hacía un mes que se estaba sacando remolacha. Y no como ahora, claro. Y que los vecinos de Navianos, si querían llegar con toda la carga al embarcadero de la estación de tren, previamente tenían que cruzar el río a través del lecho de agua. Así que, daba igual que hiciese un frío helador; daba igual el entumecimiento, los sabañones o la ropa y los huesos humedecidos por el relente. Tampoco importaba que el cauce viniese alto y que a la yunta de bueyes le llegase el agua por los ijares. Era un acto de heroicidad que las bestias desempeñaban con afán descomunal. Había que ver -dice mi padre, mientras mi madre, de puro embebimiento, levanta las manos del regazo para ejecutar mímicamente la maniobra- cómo aquellos hombres se tumbaban de barriga encima de la lanza del carro y, abrazados a los cuellos de los animales, ejercían de cómitre para lanzar gritos y loas estridentes ... ¡Y aquéllos tiraban para arriba de las quijadas en un instinto de pura supervivencia, resoplando, jadeando como auténticas locomotoras vivientes!
Y cuando la hazaña parece que ya llega a su fin, el reflejo de una llama liberada palpita en el cristalino de sus ojos.
-En fin, eran otros tiempos -concluyen con la voz trémula.
Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.132