
Desde el adarve de la muralla, se ve cómo la tarde se desvanece al fondo de una bóveda teñida de añil y escarlata.
La noche va ocupando su sitio en la platea, iluminada a intervalos por los fanales que cuelgan de las casas. El paseo por las calles empedradas, sugerentes claroscuros, me lleva hasta la casa. Me detengo al otro lado de la calle, atraído por la melodía sedosa que se abre paso a través del enrejado de la ventana abierta de par en par.
La luz de la farola realza el picado de los sillares y el preciosismo vegetal de una adelfa que no quiere perderse la obertura del momento. Me acerco curioso. La música adquiere desde aquí una tonalidad aún más delicada, maridada con la luz tenue de dos lámparas de sobremesa que subliman la estancia.
Una leve corriente mueve el visillo y atrae hacia el exterior un aroma de maderas nobles, ceras y libros viejos.
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