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"EL DILEMA"

Redacción Sábado, 11 de Diciembre de 2021 Tiempo de lectura:

Me lo contó mi compañera Natalia. En un rato de esos en los que, en plan tertulianos de infantería, reflexionábamos en alto sobre el concepto de las dos Españas y el guerracivilismo cainita, con deriva genética incluida, en la que estamos inmersos cada dos por tres. Natalia me contaba cómo su abuelo sirvió en los dos bandos por esas cosas que tienen la guerra y el destino. Y de cómo un humilde anillo manufacturado por un miliciano cautivo, sumió a su abuelo en "EL DILEMA".*

 

Luego pensé que era bueno pasarlo a limpio, mostrando solamente ese final que, a la manera de Garci, arranca en un escenario abierto, preeminente, que es Asturias. Con sus casonas indianas, su naturaleza exuberante en perfecto equilibrio con la textura de una luz norteña única.

 

(...) Vigo, última ciudad gallega en caer en manos de los sublevados, ejercía una fuerte resistencia durante este período de la guerra civil. Era la quinta noche que José custodiaba a aquel combatiente miliciano anónimo. Piloto de un Tupolev Katiusa que había sido derribado en la bahía del puerto, acabó cautivo en un salón con cierto aire burgués, pero ya marchito; con dos amplios ventanales que amontonaban cristales rotos en el suelo y en el alféizar. Los cortinones, arrancados de sus anclajes a intervalos, eran de un terciopelo burdeos. La luz era pobre y por momentos titilante. El olor a rancio, humedad y guerra lo impregnaba todo. Tenía un cuarto contiguo en el que, sobre una mesa, una lamparita con tulipa de cristal verde iluminaba un telégrafo y una amalgama de papeles desordenados. El tintero tumbado sobre una repisa, remataba el cuadro de premura con la que sus moradores tuvieron que salir de aquella estancia.

 

- Si tú me perrrmitiesesss…-Le decía el piloto en un castellano esforzado; al tiempo que señalaba con la mirada y el dedo índice al interior del cuarto. Para reforzar su petición, el piloto sacó un anillo del bolsillo de la cazadora de cuero. José pudo ver, por fin, el resultado de laboriosidad que había mantenido ocupado al piloto las horas de cautiverio. El aro, con el grabado de las iniciales de “José Álvarez”, era el salvoconducto hacia el telégrafo. Y quién sabe si un sencillo código hacia la libertad.

 

Acabada la guerra, José vuelve a Corés. De porte enjuto y aire fatigado, camina lento por la vereda del plantío. El griterío de fondo le rescata de su absorto pensamiento y le devuelve a la realidad que ahora intenta normalizar. Los niños se amontonan en torno a una pelota en la plaza del pueblo. El sol se abre paso entre las últimas nubes que acaban de rociar el ambiente con un ligero orbayu, fragante y primaveral. Se apoya contra el fuste de una columna y observa, confuso, el juego de los niños. La pelota sale de la marabunta de piernas y llega hasta sus botas. Un rapaz viene a recogerla.

 

- ¡Míralu, ye'el tuyu!–Le espeta doña Amancia desde un ángulo de la plaza. Tuvo que pasar mucho tiempo para que aquel niño dejase de preguntar al entrar en casa: -¿Ta'el soldau? Si era que sí, el rapaz se iba.

 

El otoño se anuncia en los cristales a través un leve tintineo de lluvia. Las hojas migran para alfombrar el suelo. La mirada perdida en el exterior del jardín, relajada por la calidez del crepitar de los leños en el fogón, le sume a José en un duermevela. La armonía del conjunto le sosiega un pensamiento casi hiriente. Piensa que, al final, de lo que se trata es de mantener esa ciudadanía puramente espiritual; de la que ni rojos ni azules te pueden llegar a desposeer. O quizá sí. Porque la guerra y el miedo que provoca, lo justifica casi todo.

 

* A Natalia, por haber recibido en herencia "El dilema".

Las breves licencias armaron el resto.

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