
1993. Una mujer embarazada y su —recién enterada— abuela entran en El Cielo. Impulsada esta última por la ilusión de tener todo a punto para la llegada del bebé, desea comprar un edredón para colocarlo en la habitación que muy pronto lo acogería. Una vez elegido el modelo, la dueña del negocio, envuelta en un implacable luto que, sin embargo, no consigue opacar su carisma, presenta sobre el mostrador dos opciones de color: azul o rosa. En una época donde los estereotipos de género aún tenían peso en este tipo de decisiones, y ya que el sexo de la criatura aún no se conoce, la abuela señala el azul: «mejor este; estará bien para niño o niña». Pero su nieta, con ese olfato inexplicable que solo posee una madre, niega rotundamente con la cabeza y elige el rosa: «va a ser niña». Nadie se atrevió a discutirlo.
Nunca se olvidan las sospechas de lo que está por llegar.
Fue niña.
Y ese fue mi primer edredón.
Cincuenta años antes, en plena posguerra, dos recién casados —Félix y Josefa, «Pepina»— cuyo recuerdo aún hace centellear los ojos de quienes los conocieron, habían establecido las coordenadas de un negocio que no solo vería crecer a sus hijos, nietos y biznietos, sino a todas las generaciones de La Bañeza y sus alrededores. Ropa de trabajo, manteles que han presidido incontables celebraciones, el uniforme del colegio, o un primer edredón…siempre, en cada hogar de esta comarca, ha existido algo que proviene de la tienda de esta familia.
Desde que abrió sus puertas, hace más de ochenta años, El Cielo ha conseguido adaptarse a cualquier época sin perder la esencia de lo que fundó aquel matrimonio. Hoy, la que me recibe es Josefina, la hija de los fundadores, una de esas mujeres que consiguen captar mi atención en pocos segundos: coqueta, independiente, ambiciosa y rebosante de vitalidad. Trabajó aquí desde muy pequeña, pero, al casarse, se fue a Barcelona por las obligaciones laborales de su marido; no obstante, un año después, su hermana pequeña enfermó, y ante la dificultad de sus padres, absorbidos en aquel momento por las visitas a los médicos, «Fina» decidió volver a La Bañeza para hacerse cargo del establecimiento.
«Tiene 81 y sigue trabajando» —señala su nuera. «Mis padres estuvieron mucho más» —replica Fina con orgullo. Parece que esta mujer se guía por las mismas constelaciones que sus predecesores, quienes, a pesar de sus duelos, jamás permitieron que su familia creciera en la pena y el lamento, y se mantuvieron estoicos tras el mostrador hasta más allá de los noventa años. Tampoco ha sido fácil para Fina, que, si bien en alguna ocasión pensó en apartarse, no lo hizo: quiere estar al lado de «los suyos» el mayor tiempo posible.
A Fina la acompañó su marido, y ahora la acompañan sus tres hijos —José, Félix y Nicolás—, que han sido siempre conscientes de que el trabajo de sus padres y abuelos los ha dejado en el mejor lugar posible, y abiertos a lo que la vida les ha ofrecido, han aprovechado la oportunidad para seguir con una aventura a la que también se han unido dos de sus nueras —Raquel y Marian—. No existe mejor manera de demostrar admiración que asumir el compromiso de continuar con aquello que se nos lega.
Muchas y sorprendentes circunstancias han hecho que hoy haya entrado en este lugar que ha atravesado toda mi existencia: punto de encuentro frecuente en mi rutina, El Cielo siempre ha formado parte de mi particular mapa de La Bañeza. Esta esquina, a la que aquellos dos emprendedores dieron un nombre propio, y que yo he podido conocer gracias al mérito de quienes les han sucedido, entraña certezas inquebrantables sobre el trabajo, la familia y el amor. En un principio, Fina había elegido otro destino, pero a veces da igual lo lejos que uno vaya, porque la vida encuentra formas de acercarnos de nuevo a donde nos corresponde. Además, regresar a las raíces no le resultó complicado…como le escuché decir hoy: «las escaleras de El Cielo son cortas: se llega fácil».
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